VEINTISIETE: SÁBADO A LA MAÑANA. ESCUCHA SIERRAS Y LIJADORAS. RECUERDA EL ÁRBOL DEL QUE SE CAYÓ. VA HACIA LA MUDA PARA NO SENTIR MIEDO. ESTA VEZ EL RELATO ALUDE DIRECTAMENTE A ÉL MISMO Y SU VIDA ANTERIOR AL OLVIDO.
Es la
mañana otra vez y otra vez trajeron las tostadas y el dulce de durazno. La muda
parpadea en la versión más suave que conozco de su intermitencia.
Repetir y provocar asociaciones es lo poco que puedo hacer y
conservar con las palabras: una sala vacía/una mujer sin habla, mi cabeza
vacía/un mensajero sin mensajes.
No hay verdadera oposición en estas proposiciones. En esto que me
pasa todo dice lo mismo cada vez, es decir: nada.
Creo que así estaré, haciendo un círculo de experiencias y
volviendo a empezar. Esta es mi opción: sacarle el jugo siempre a lo mismo, no
tengo alternativas, no me animo a atravesar la puerta para averiguar de qué son
esos ruidos.
Parecen sierras o lijadoras, crecen con la mañana como si un grupo
de personas lejanas estuviera luchando contra el metal, contra una viga de las
gruesas. Entonces recuerdo, perfectamente recuerdo, yo estaba subido a un
manzano y le gritaba a alguien cinco grados a la derecha.
Es todo lo que puedo ver, y lo más extraño es que yo, igual de
ratón de esquina que ahora, porque puedo ver mi cuerpo en esa actitud, tenía un
trabajo y daba órdenes a los gritos. Pero aún así yo era exactamente lo mismo
que soy ahora: un cuerpo asustado.
De todos modos eran órdenes: cinco grados a la derecha, no
no, un poco más acá, Arnaldo usted sostenga mejor esa vara.
La muda se durmió y no puedo ir a ella, el ruido de las sierras o
lijadoras no para y también se escuchan gritos aunque no se alcanza a
distinguir lo que dicen. Alguien da órdenes como yo las daba desde mi fatal
manzano.
No es capricho no animarme, es que siento un mal presagio que me
rodea. Desde que me desperté acá tengo miedo, un miedo que se mantiene intacto,
un presagio de desgracia.
Se lo dije a Hughes, sé que es un hombre que no comprende bien, ni
siquiera se qué es él, pero necesitaba decirlo. Me sorprendió, dijo que lo que
tenía que hacer era una promesa. Algo muy fuerte para contrarrestar la
desgracia.
—Una promesa es una renuncia y una renuncia es siempre un acto de
amor.
No sé si citaba a alguien o estaba inventando.
—No me preguntes por qué, Darcy, pero es absolutamente así, el
amor exige abandono. Pero no me entiendas mal, no que abandones a alguien sino
a algo: a vos mismo. ¿Entendés? Tenés que dejar de negarte. Tenés que dejarte
llevar, ¿entendés?
Todo eso dijo: es sorprendente. Tal vez tenga razón y los
presagios sean una forma de obstinación, de terquedad de mi parte.
Sin memoria y con miedo no me atrevo a renunciar a nada. Menos a
la muda: está boca arriba con las piernas recogidas y vueltas hacia un costado,
como si estirara la columna. En esa posición le queda escondido el vientre y se
me ocurre que me está provocando, le agarro una de las rodillas y le acomodo
las piernas sin desdoblarlas, después pongo mi oído como siempre.
Bestialmente se le dio lo que pedía: no es bueno, Dios, que pongas
tanta vehemencia en la satisfacción de sus deseos.
Se consagró a todos tus designios. Puso atención extrema a la
seguridad, al cui-dado de los suyos y cuando comprendió que el cuidado de los
suyos pedía tregua buscó nuevos horizontes, nuevos lugares donde aplicar sus
frustraciones.
Para contar una historia, Dios, no es necesario que se filtre la
sensación real: debe llegarse al dolor por medios ficticios. Pero vos, con
violencia, le diste absoluta-mente toda la paz que te pidió y así fue muy
difícil. Hay quienes hablan de la angustia de la hoja en blanco y no seré yo
quien siga con ese tema, pero nadie advirtió de la tragedia de una vida en
blanco. Parecía gracioso, gracioso de gracia divina, celestial, ponerlo a
despertarse sin memoria en este pabellón de cuidados mínimos de este hospital
vacío, agregándole a semejante cosa un pequeño toque cruel, un pequeño gesto de
sadismo poniéndome al lado a mí: muda y de aspecto catatónico.
Ahí lo tenías a él entonces, deliberando acerca de su identidad,
pensando si la identidad era más firme en el nombre —que no recordaba— o en el
hambre —que sentía puntualmente— y llegando de esa manera a reflexionar sobre
el par “identidad/rutina” que tanto le gustaba.
Pero el tiempo era largo, larguísimo para su gran ansiedad y a su
falta de pasa-do le opusiste una simétrica falta de futuro. Entonces hubo que
inventarle un entretenimiento exótico, un deux ex machina como esta panza
parlante, esta madre posible que a falta de nociones de alimentación e higiene
cubriera con palabras al hombre varado.
Si bien no soy negligente tampoco soy muy atenta, porque son caprichosas
y enigmáticas las historias de mi digestión.
Y así, en la sequía, en la desolación que concedías al pobre
hombre para que brotara de la nada —porque ni cenizas le dabas— me lo dejaste
para que hiciera algo. Para que “le” hiciera algo que lo arranque del abandono
en que vivía antes de ser un cero tirado entre estas paredes verde agua.
Sabemos vos y yo, Dios, que antes de su apagón, antes de borrarse
y renacer en blanco en esa cama su mayor angustia y su preocupación habían sido
las mujeres: su esposa y después ex esposa, su empleada, su mujer la fotógrafa,
su madre desdibujada. ¿Recordaste acaso que su madre había perdido también toda
la memoria cuando él tenía diecisiete años y se había despertado del mismo modo
pero en un hogar de ancianos a pesar de tener cincuenta y nueve?
¿Con qué objetivo me pusiste a su lado? Si antes de apagarse su
preocupación había sido comprender y satisfacer algo que no sabía nombrar, pero
que aún así era el centro mismo de todo. Algo tan imperioso que desplazó su
vida y lo volvió un ser agitado y excitable, hasta caerse y quedar acá inmóvil,
aunque todavía hirviendo bajo ese frío aparente: ¿en qué puede beneficiarlo mi
presencia?
Fue mucho más todo eso que el golpe —insignificante golpe— lo que
lo puso en el área del imán que borró todo, incluso la angustia que lo
desgastaba.
Pero Dios ¿por qué yo? ¿Es una broma divina para decirnos que,
pase lo que pase, nos encontramos todos, los que no somos vos, en el mismo
exacto lugar en donde habíamos empezado?
Siempre algo cambia después de escucharla. Soy un hombre
desespera-do y solitario en su relato. Me habla a mí, ahora lo sé. Y si estos
relatos son un invento mío, entonces soy yo el que, por medio de su panza, me
hablo.
Soy y fui un imbécil, parece.
Ahora creo ser todo lo contrario a lo que, según su historia, fui
antes de despertar acá. Ahora no me interesa nadie, no hago otra cosa que
pensar en mí mismo. Pensar y mirarme: esa es mi condena, mi nueva vida. Sólo
soy capaz de soportarla a ella, a una muda: por eso la tengo y por eso soy tan
afortunado.
O no, no sé, creo que en realidad necesito hablar, hasta quisiera
ver a Hughes.
O es que es una muda inversa, tal vez me complico porque es una
muda inversa que me obliga a escuchar y no a hablarle. No responde, parece
estar más allá de los sonidos. Sólo me ofrece lazos, los más leves, entre su
vientre y mi oído.
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