VEINTIDÓS: 8 DE FEBRERO. SE AVERGÜENZA DE LA AMBIGÜEDAD DE SU SENTIMIENTO. SELENE NO SE DA CUENTA DE NADA O NO LE IMPORTA. PARECE ESTAR PENSANDO SIEMPRE EN OTRA COSA.

 

Al otro día me desperté furiosa con Selene. No sabía bien por qué. Tal vez era confusión mía y me enojaba con ella sólo por haber puesto en evidencia su belleza el día anterior, por haberlo hecho de ese modo crudo y sin provocaciones. No sabía lo que me pasaba y eso era perturbador.

 

Ese día me levanté temprano, quería irme rápido sin despertarla y bus-car un laboratorio para revelar, sabiendo que a la vuelta todo me parecería más simple y mi furia se habría disipado.

 

—Hola Marina —me dijo con los ojos casi pegados, con el cuerpo dormido debajo de un camisón que parecía salido de un libro de los años cuarenta. Estaba por empezar a sonreírle, me aliviaba poder hablar con ella antes de que se diera cuenta de mi mal humor, pero de golpe me dio la espalda, se quedó un rato como pensando y después bajó la escalera sin decir nada, sin darse ni vuelta.

 

Tal vez se había levantado como yo, con el mismo malestar. Su actitud era rara pero me calmaba, al menos ella también estaba confusa y podíamos rechazarnos sin problema.

 

Me terminé de vestir y bajé. Fui con la mirada puesta en otra parte, esperando no ver a la Abuela, tratando de no hacer ruido para salir de ahí, pero Selene me esperaba con dos tazas llenas y sonrisa de recién levantada. Me abrazó sin motivo, me preguntó si había descansado bien, me sacó pelusitas y me acarició el pelo. ¿Estaba loca? Cada vez la entendía menos.

 

—¿Te has acordado de tu madre? 

—¿Qué?

 

—Que como tienes cara de triste pensé que la extrañabas, yo nunca tengo tiempo de pensar en la mía porque ahí siempre está la Abuela dándome vueltas, pero muy por el fondo yo sé que extraño algo de ella que ni puedo recordar.

—¿Cómo es eso? —me hizo feliz que hablara de eso y no se hubiera dado cuenta de mi estado de ánimo anterior.

 

—Es que no recuerdo bien a mi madre, ¿sabes? Yo ya no era tan niña pero no la recuerdo. La Abuela dice que por eso no maduraré nunca, como el hijo, ya sabes, el que tengo adentro pero no crece.

 

—Bueno, si lo pensamos así todas estamos llenas de hijos que no crecen. Somos como gallinas que no quieren abandonar sus huevos.

 

—¡No es lo mismo! El mío ya tiene forma y es niño, varón, con pelo y manitos y todo lo que tienen los niños, pero muy pequeño, así de pequeñito.

 

Me miraba enojada: no quería aceptar que el suyo era un sentimiento común, prefería sostener su idea loca.

 

Volvíamos a estar enfrentadas, mejor para mí, así tenía la oportunidad de irme a tomar un café lejos, pero otra vez se acercó y puso mi mano en su vientre.

 

—Siéntelo, ¿ves? es como un pececito. Aunque soy chata él tiene mucho lugar ahí, se está tan cómodo y oscurito que me da pena mandarlo salir.

 

No había caso, no tenía sentido tratar de convencerla de nada.

—Selene, ¿sos virgen? —me miró asombrada.

 

—¿Cómo crees que podría estar el niño ahí? Pero no le digas a la abuela, yo ya desde los quince...

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