VEINTICUATRO: 8 DE FEBRERO. QUIERE COCINAR PARA SELENE Y LA ABUELA. CONSIGUE COMPRAR CORDERO EN UNA CARNICERÍA EXTRAÑA.
Tal como
lo había pensado, hablar con ella disipó mi mal humor. A la tarde, mientras las
dos dormían su invariable siesta, salí a buscar lugares donde comprar comida.
Quería agasajarlas, hacer algo para ellas. Hacía calor y me puse el vestido
blanco —el único que tengo— para que Selene viera que yo también podía usar
falda. No sabía bien qué preparar, las comidas de la Abuela eran siempre buenas
enormes y simples. Carne al horno con papas y ciruelas: decidí hacer eso.
Como era temprano, antes fui a caminar por las afueras de un
monasterio muy viejo y una calle larga con álamos. Después volví hacia el
centro feliz, parecía como si las cosas finalmente se estuvieran acomodando, el
cielo estaba nublado y bajo, hacía casi calor.
A pesar de mi sonrisa la gente no era muy amable. Le pregunté
dónde podía comprar carne a un hombre que estaba parado en una esquina y no me
respondió nada, más no hablo castilla pensé, pero cuando
estaba punto de preguntarle a otro se acercó y se quedó mirándome.
—Disculpe, no soy de acá: ¿Sabe dónde puedo comprar carne?
Me miró con los ojos bien redondos y fue sacando, de a uno, tres
dedos de su puño cerrado. Con la otra mano señaló hacia la derecha, hacia una
calle angosta que subía. Tal vez era sordomudo, no me atreví a responderle con
palabras y le sonreí inclinando la cabeza. Él hizo una mínima reverencia y se
volvió a su esquina.
La carnicería era muy chica, completamente llena de pedazos de
vaca, buey, chivo y cerdo colgados de ganchos. Si había heladera no sé dónde
estaba porque el mostrador era una mesa cuadrada de mármol puesta en el centro
del local. Había algo extraño ahí: un recinto cuadrado con una mesa cuadrada en
el centro. Las paredes parecían tapizadas de carne colgante. El carnicero era
alto y negro, con los dientes blancos: un hombre enorme y muy perfecto a pesar
de su delantal sucio y el cuchillo en la mano.
—¿Qué lleva, caserita?
Yo no sabía qué llevar, todo lo que estaba colgado tenía patas y
orejas y me daba asco. Otra vez me sentí una extranjera estúpida y delicada.
Traté de moverme para mirar pero el lugar era tan estrecho que cada paso que
daba amenazaba con mancharme el vestido.
—Ese—. Dije señalando algo que parecía cordero y sin querer lo
toqué. Me quedó un coágulo en la mano. Él se movió para buscarlo y yo me aparté
con cuidado de no apoyarme en nada con la espalda y de no rozar su cuerpo con
el frente. Casi cerré los ojos cuando pasó y descolgó lo mío. Al abrir la
billetera para pagar me di cuenta del coágulo que me había queda-do pegado en
la mano. Salí limpiándomelo en el papel de diario del paquete, pero se me quedó
pegado en toda la palma. Me sentí mal, el cielo empezó bajar más aún. Caminé
dos cuadras y ya caía una llovizna apenas más fuerte que el rocío. Encontré un
charco y me enjuagué. La calle estaba llena de basura, cáscaras de banana y
latas oxidadas pero no me importó. Seguí caminando, dejando que se me mojara la
cara con ese aire líquido. No hacía frío y, contra todo pronóstico, volví con
buena carne y mi vestido intacto.
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