VEINTE: 7 DE FEBRERO. PIENSA EN EL CONDICIONAMIENTO QUE PRODUCE IMAGINAR EL FUTURO. SELENE SE DESNUDA PARA LAS FOTOS.

 

Cuando Selene volvió estaba pensativa. Fuimos al cuartito de costura y tejido: sentada frente al telar parecía una nena investigando la tensión de los hilos. Hundía el pecho y escondía los ojos, no podía retratarla así, tal vez se había puesto tímida frente a la palabra modelo.

 

La quietud de la casa era la de siempre pero algo había cambiado al hablar de exposición. La idea de lo que iba a suceder hizo cambiar todo antes de que sucediera. Ahora creo que, en mi vida, las sensaciones fueron percibidas así, como marcadas con la medida del futuro próximo. Por eso no pude quedarme allá, por eso viajo sin tener idea de lo que pueda suceder.

 

Ese día, con sólo mencionarle a Selene sus ojos amarillos puestos en una revista se había empequeñecido, había cambiado el clima entre nosotras.

 

—¿Creés que a la Abuela no le va a gustar?

 

—No sé, ella no juzga mis cosas, si le mostrara una revista con mi cara seguro me felicitaría, pero después seguiría pensando en el precio de las verduras.

 

—¿Entonces qué te pasa? No tenés que hacer nada que no quieras, no era mi intención molestarte.

 

Abrió los ojos más grandes. Tal vez yo no me estaba dando cuenta de que mis preguntas tan directas le sonaban agresivas, o tal vez ella podía reconocer mi estado de ánimo.

 

—No me molesta nada, Marina ¿y a ti? hace dos días que estás aquí y ya pareces cansada. Tú tampoco tienes que hacer nada que no quieras, nadie te obliga a quedarte pero nadie te ha echado. Aquí no hay peligro sabes, puedes quedarte cuanto quieras. Disculpa mi distracción, estaba preocupada, ya sabes, por lo del niño, lo del casamiento.

Cómo volver a empezar. Hay situaciones que cortan la corriente y des-pués uno no sabe cómo retomarla. Siempre me confundía, pensaba en nimiedades, en mis pequeños malestares y después me daba cuenta de que ella estaba como en otra cosa, en una cosa grande o complicada que hervía debajo de su aspecto adolescente.

 

—Tenés razón, disculpame vos ¿Puedo hacerte una trenza? Me gusta tu cara despejada.

 

Acomodó la cabeza y se dejó hacer, tenía el pelo perfecto, negro, pesado. Algo de su belleza me inquietaba.

 

—Tú te complicas mucho, Marina: todas las mujeres nos gustamos. Echó la cabeza más hacia atrás y me dejó acariciarle la cara, me fascinaba su piel y su quietud para dejarse, le saqué la camisa infantil, no tenía corpiño y el pecho apenas se le curvaba en dos montecitos oscuros, con pezones cónicos y más oscuros todavía, tan distintos de los míos rosados y blandos, apenas dibujados en mi carne de mujer blanca. La trenza le llegaba hasta la cintura, tenía una espalda tensa, muy ajustada sobre los huesos.

 

De pronto se paró y se sacó el resto de la ropa, buscó la mantilla borda-da y empezó a jugar poses como una modelo verdadera. No era ingenua ni provocativa. Hizo ante mí lo mismo que ante un espejo y saqué un rollo completo en color, que aún así se vería sepia por la poca luz de la tarde. Después se vistió como si nada y me preguntó si esas fotos también iba a publicarlas. Le dije que si ella quería sí.

 

Me quedé toda esa tarde pensando. No alcanzaba a saber si las mujeres de ahí eran así o si ella era una especie de muñeca brava en miniatura que manejaba un código que otras, como yo, intuíamos pero evitábamos.

 

Antes de que llegara a enredarme y como si saliera de golpe el sol en un picnic que amenazaba aguarse me sonrió:

 

—¿No ibas a enseñarme a tomar mate?

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