TREINTA Y UNO: SÁBADO AL MEDIODÍA. LA MUDA SE DUERME COMO SI NO FUERA MUDA. ÉL TIENE HAMBRE, NADIE LLEVÓ EL DESAYUNO. ENTRA EL JOVEN DEL TERMO CON UN PAQUETE DE BIZCOCHOS.
La miro
dormir. No hice nada con ella, solo forcé apenas, mínimamente, el momento de ir
a escucharla. Siempre fue su voluntad la que me invitó a acercarme, pero esta
vez fue la mía la que la tendió sobre la cama.
Por eso se quedó dormida de ese modo, dándome la espalda. Ese
pequeño acto de empujarla, de tenderla me dio una fuerza que, hasta hoy, sexto
día desde que me desperté, es decir, sexto día de mi vida, no había sentido.
Me da un placer desconocido verla dormir, no trajeron desayuno
todavía y no deseo tampoco que lo traigan ni que venga Hughes. Si el primer día
no vino nadie y él como dijo viene de lunes a sábado quiere decir que yo me
desperté un domingo. Es decir que mañana será otra vez domingo. Es decir que
hoy es el último día nuevo para mi, último día de novedades antes de que todo
recomience. No sé por qué creo que mi ciclo es de una semana, pero por las
dudas, si hoy es sábado debo apurarme a salir y averiguar qué son esas sierras,
averiguar adónde estoy.
Aunque no quiera admitirlo tengo hambre. Si sucediera algo
inesperado y no trajeran el almuerzo no tendría más remedio que salir: romper
la cáscara de esa puerta para procurarnos alimento a la muda y a mí.
Traspasar la rendija posible, cruzar esa puerta. Aceptar un corte,
unos puntos, unas marcas de la desigual lucha, pero estoy descalzo, es
demasiado.
Debería tener algo para los pies. Necesito algo para proteger los
pies.
—Darcy, ¿qué hacés ahí abajo? ¿Qué buscás? Mirá, traje
bizcochitos.
—Hughes, Marcel... no sé... como te llames hoy...
—James. Así con jota, pero suena Yeims.
—Yeims, nada, busco algo para mis pies, estoy descalzo.
—¿Y a dónde querés ir vos?
—Caminar, sólo quiero caminar, necesito estirar las piernas.
—Bueno pará, sentate un poco. Mirá: probate uno de estos. Pasé
recién por la cocina, antes de venir, parece que hoy no vino el personal. Te
voy a dejar el paquete y después les traigo unos sanguchitos o algo. Mirá como
se durmió ésta ¿Todavía come mucho?
—Come lo que le dan. Decime, Yeims, de verdad: ¿Te parece que
puedo salir a ver lo que hay afuera?
—¿Hasta dónde?
—No mucho, por acá cerca. Pasar esa puerta.
—Pero tendrías que tener algo para los pies, así no podés ir a
ninguna parte.
—¿Qué hay del otro lado?
—Puede haber vidrios rotos, clavos tirados, piedras rotas. No es
que esté sucio, pero puede haber.
—¿Vos vas a volver a venir?
—Sí. Y les traigo de mortadela y queso ¿qué te parece? Ahora no me
salgás con que querés crudo, manteca o esas cosas... Hasta mortadela queso y
mayo llego.
—¿Mayo?
—Mayonesa, ¿no te gusta? —Sí... Ya que vas a volver...
Otra vez me siento intimidado, me cuesta hablarle directamente y
sin vueltas.
—¿Podés traerme algo para los pies?
—Bueno, queseyó... habría que saber cuánto calzás. ¿Vos sabés
cuánto calzás?
Nada más humillante que esa respuesta, o que esa pregunta: nunca
se si soy una víctima de mi propio estado o de su desconsideración.
—Está bien, mirá, por ser vos, ni bien salgo de acá me fijo qué
puedo hacer.
—Gracias.
Se aleja caminando como un pingüino que llevara un termo debajo de
su aleta izquierda. Nunca me lo deja para que yo pueda seguir tomando. Los
mates duran lo que su conversación.
La muda, boca arriba, está tensa otra vez. Es muy sutil la
diferencia pero yo me doy cuenta. Frunce la cara: avanza la boca, arruga
la nariz y vuelve. Sin velocidad pero con ritmo. Tiene un repertorio amplio,
parece que nunca repite sus tics.
Voy enseguida, quiero sacarme de encima la conversación con Hughes
sobre mis pies descalzos. Ella me pone la mano en la cabeza, entre la nuca y el
cuello, una mano tibia como todo su cuerpo. Es la primera vez que hace un
movimiento hacia mí. No me acaricia, la deja ahí. Será muda y extraña pero
tiene la habilidad de introducir cambios. Soy hombre con ella.
ANCHÍSIMA BABEL
La torre iba a ser muy ancha, la base sólida soportando el peso de
la exactitud. El largo sería variable, perdiendo densidad en las alturas.
Densidad, no diámetro: no se trataba de edificar pirámides. Cada ladrillo no
era una palabra sino el campo, el espacio exacto delimitado por sus pares.
Cada palabra valía una palabra y ese valor disminuía con la
incorporación de nuevas expresiones. De todos modos no se perdía demasiado, ya
que todas tenían el mismo valor, más o menos, pero siempre el mismo.
Aunque disminuyera el valor de la unidad en pos de la cantidad, el
total de la torre crecía con cada incorporación, no tanto en relación al
aumento de tamaño sino en su acercamiento a lo perfecto. Cada ladrillo era
liso, compacto, igual por abajo o arriba o a la izquierda.
Por poner un ejemplo, “amor” tenía la misma calidad de disparo que
“renuncia”, que “infructuosidad”, que “perro”.
No será fácil sostener una torre tan basta, pensaron los ingenieros,
pero será muy importante.
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