TREINTA Y DOS: 5 DE MARZO. MUERE LA ABUELA.

     

En algún momento, de alguna forma voy a tener que volver a la chacra a buscar mis cosas. No son muchas ni las necesito pero no puedo dejárselas como un recuerdo de mi huida. No va ser tan próximo ese momento, tengo que esperar a Selene, llevarla a Buenos Aires si ella así lo quiere. Se que él estará bien y que ya no puedo hacer nada por ayudarlo, si es que necesita ayuda de alguien. Yo tengo que trazar mi propio plan, encontrar un lugar que no sea la casa de mi madre ni la de cualquier extranjero generoso. Selene me dijo:

—Marina, si sigues tan inquieta la tierra no te dejará salir. Debes esperar a que se calme tu corazón para tomar el bus.

Tenía razón y aquí en Arica espero.

Aquel día no podía decirle nada de mi historia a Selene, no podía decir-le tampoco lo que la Abuela me había anticipado aunque parecía saberlo mejor que yo.

—Marina, ¿tienes sed?

—Sí, gracias, todo el tiempo tengo sed acá ¿será porque es tan rico el jugo de mango que prepara la Abuela?

—Es de sobre, pero es rico, sí.

—Mirá acá tengo la yerba y el mate ¿querés probar? Si querés caliento el agua y te enseño.

Me miró un rato, tal vez pensaba que si yo era tan estúpida como para confundir jugo de sobre con jugo natural también era capaz de pensar que hacían falta lecciones para tomar mate. Tal vez todavía estaba un poco dormida, aunque parecía despierta y vestida hace rato.

 

—Tú pon el agua ¿sí? Yo voy a ver qué necesita ella, no se ha levantado hoy. Temí que todo lo que la Abuela me había anticipado estuviese sucediendo. Si era así iba a ser la segunda vez en mi vida en que viera a un muerto de cerca. Sentí que era mucho pedir que yo me hiciera cargo de los detalles, tuve ganas de irme, de huir. Será que amo huir. Traté de pensar en otra cosa, algo que me obligara a quedarme y me quedé parada junto a la hornalla, vigilando que el agua no se hirviera como si fuese la tarea más importante del mundo.

Selene bajó. Su falda era tan larga que no se le veían los pies y parecía venir flotando en el aire, o haciendo pasitos de bailarina. Me abrazó y se quedó con la cabeza hundida en mi hombro mojándolo sin sonido. Yo no sabía si tenía que llorar o no. Me ponía triste que todo hubiese sido tan rápido pero sentí, igual que con mi abuela, que se había ido en el momento justo: hay viejos que alcanzan un modo muy limpio de partir.

 

—Ya se fue, Marina. Cerró los ojos y me dijo adiós pequeña y se fue. —Lo bueno es que no sufrió. Se fue sin dolor.

—Las que sufriremos somos nosotras, Marina. Lloraba sin ruido y sin cambiar la respiración.

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