QUINCE: MIÉRCOLES AL MEDIODÍA. TRAZA PARALELOS ENTRE COMIDA Y TIEMPO. SUS NUEVAS CERTEZAS MINIMIZAN LA BELLEZA DE LA MUCAMA. SE SIENTE A SALVO.
Casi es feliz la vida apoyado en la muda. Sus relatos son hilos de
cosas incomprensibles, hilos femeninos supongo, que con el tiempo sabré
descifrar. Ahora van a traer el almuerzo y estoy tan calmado que la ansiedad
que sentía por ver a la enfermera me parece infantil. Sólo trae comida y si la
comida es eso que llega así, en bandeja, si es algo que ya está preparado,
servido, ajeno al lugar y los olores y las manos que lo prepararon, deja de ser
importante. Nada indica que nos vaya a faltar: acá la comida es parte del lugar
y del tiempo. Acá el lugar y el tiempo son la misma cosa. El horario está
marcado por el hambre y el sueño y, aunque haya sido impuesto, es exactamente
el horario de mi necesidad.
Los espacios vacíos no deben ser llenados por mi esfuerzo: tengo a
la muda. Tengo el interior de la muda y su fluir, que sólo pueden ser míos.
Míos pero ajenos a mi pensamiento, míos por adquiridos, no por mi
iniciativa. Eso es lo bueno: esa es la maravilla de este pabellón.
Por eso llega la comida, la enfermera—señorita hoy
me parece vulgar, hermosa como sus piernas en movimiento. Solo eso: un par de
piernas que se mueven hacia acá. Su belleza dura lo que tarda en llegar, dejar
lo suyo e irse. Eso es lo bueno: esa es la maravilla de este pabellón.
La escucho abrir la puerta para pasar el carro. Trae carne hervida
con puré de batatas. Agua y gelatina. Pan y servilletas de papel. No quiero
decirle nada, solo gracias con un movimiento de cabeza. Ahora que estoy
interesado en otra cosa me resulta simpática, lejana, nada perturbadora: como
si fuese el personaje de un reloj que, a las doce, sale por su caminito
metálico moviendo la cabeza, que se inclina al final del recorrido para dejar
la bandeja y vuelve por la misma senda hasta que se cierra la puerta. Cucú cucú,
se inclina. Cucú
cucú, su pollerita rítmica hasta que desaparece.
Con la muda comemos todo. Cada uno lo suyo pero comemos.
En plural, en conjunto. Después se despereza, se acuesta con un movimiento
natural y parece una mujer desnuda y simple: satisfecha. Una mujer que se
tiende en la cama para descansar sin ningún tic que la interrumpa. Por eso voy
a escucharla, porque algo pude hacer adentro de ella.
Una mujer se ha cortado las manos, le crecieron de vuelta pero más
chicas, demasiado angostas para el diámetro de sus muñecas. Como no alcanzan a
tapar el agujero le sigue saliendo sangre, nada grave, no es mucha, pero no
tiene con qué limpiarse y por donde va va dejando manchas rojas. Llega hasta el
baño, abre la caja que dice “botiquín” con una cruz pintada y prueba con
vendas, prueba con algodón, con papel higiénico y hasta con una toalla femenina
pero la sangre sigue.
Es una mujer práctica, no va a deprimirse, sólo le fastidia tener
que estar todo el tiempo limpiando lo que se le cae de esos torpes dedos de
muñeca. ¿Dónde dejó las manos anteriores?
Debe salir y no tiene que llegar tarde, pero tampoco puede
presentarse así, cada prenda que se pone queda sucia, tiene un vestido rojo que
podría disimular, pero es largo, de fiesta: no sería adecuado. Lo que más le
avergüenza es que todas las manchas van a parar a la zona del pubis, podría ser
algo natural pero no es el caso, tiene más de cincuenta y eso ya no le sucede.
Reflexiona sobre qué sería más grave si llegar desprolija o llegar tarde. A la
vuelta debe recibir visitas y al moverse va dejan-do gotas por el piso y las
paredes y no puede parar de frotar todo con agua oxigenada. Esto la complica,
es un trastorno inesperado. Quiere comer tomates, un deseo terrible de tomates
en ese exacto instante ¿Es que todo va a ser tan redundante? Come los tomates.
Por un rato deja de preocuparse ”siempre que llovió paró” piensa, y va
acumulando sangre en el plato. Cuando se le llena saca otro, uno de sopa y se
queda otro momento sentada escurriendo.
Tiene que irse. Para no salpicar a nadie decide meter cada brazo hasta
el codo en una bolsita.
Después sale.
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