ONCE: MARTES A LA MAÑANA. ACEPTA SER LLAMADO DARCY. SUPONE QUE SU SITUACIÓN ES COMO LA DE QUIEN PIDE SANTUARIO. SE ACERCA CON CUIDADO A LA MUDA. DESCUBRE QUE ESTÁ LLENA DE VOZ.
Prefiero
Darcy. Después de todo no está mal: es absolutamente improbable y por lo tanto
es nuevo. Ya no quiero recordar. No sé por qué me caí de un árbol, no soy
grande ni gordo, no soy jardinero, no soy Darcy. Empiezo por los no sin que eso
signifique un principio para definir nada: el espacio que dejan las negativas
es tan grande como el infinito menos tres ¿Por qué no hay un espejo? ¿Temerán
que me corte o que me vea?
Estoy en este pabellón como si hubiera pedido santuario, entonces
Darcy no está mal, un refugiado debe ser renombrado. Estoy acá para mi
protección, esto es un hospital, no una iglesia, pero en el fondo es lo mismo.
El tipo del termo podría ser de una congregación, de esa clase de gente que
llena su vida con la desgracia ajena y se mueve por la frontera que divide el
mundo organizado del marginal, sin ser parte de ninguno de los dos, sin ser
rozada nunca por la angustia, porque siempre hay un alma nueva por salvar. Tal
vez él sólo se dedique a mí porque nunca hizo nada con la muda. Puede haberlo
hecho antes, pero desconfío.
¿Habrá alguna forma de hacerla reaccionar? Si lo intento no sé si
grita-ría, debo ser suave, que no se asuste. Pasaron dos días desde que sé que
estoy acá y empiezo a creer que ella es mía, que fue hecha para mí. Parece un
animal extraño, uno que por el sólo roce de una yema es capaz de ple-garse con
violencia, apretando los brazos y las rodillas, hasta quedarse otra vez como un
huevo impenetrable. Pero también uno que, por el mismo roce y sin motivo
explicable, se puede abrir hasta volverse blanda como un racimo de terciopelo.
No sé cuál reacción tendrá ni cuál quiero que tenga.
Debo
tener cuidado, estoy acá como si hubiera pedido santuario y no puedo
abandonarme. No puedo abandonarme ni morir, tampoco actuar con mucho impulso o
con viveza. Un refugiado es el que baja la vista y, agradecido, se deja
proteger.
Si
llega a cruzar esa delicada línea, tarde o temprano terminará expulsado de su
paraíso frágil. Será obligado a vivir por sus propios medios en un mundo hecho
de reglas que no entiende.
Pero
tocar a la muda… Nada dice que no esté permitido… Está sentada en la cama,
siempre desnuda. Veo sus pies: aunque se nota que están apoyados parecen
levitar. Son planos, la piel les brilla, reseca. De pronto todo lo que quiero
es tocar esos pies.
Me
levanto descalzo yo también y cruzo hasta su cama. El peso de mi cuerpo la
desacomoda y queda inclinada en la misma posición, siempre inmóvil. Ni siquiera
me mira, estoy muy cerca de ella pero no desvía los ojos. No cierra ni abre, no
toca y destoca, no muerde ni afloja: detuvo su intermitencia por ahora.
No
me había dado cuenta de su olor. Sigo pensando en acariciarle un pie pero me
inclino y le beso la cara interna de las rodillas.
No
hay respuesta, ni siquiera un temblor. Me quedo ahí, respirando el aire
endulzado de sus piernas y por primera vez percibo mi tensión y mi ansiedad. Me
apoyo por completo, su rodilla es tibia y me calma. La muda—intermitente cambia
de signo: extiende su paz sin vergüenza, como una sábana. La miro y en sus ojos
veo algo familiar. La siento tan hermosa como antes era extraña, me acerco
hasta su vientre y apoyo la cabeza en él. Parece el de una madre. Primero es
muy suave, casi inaudible, pero de a poco se empieza a entender: un relato, un
sueño, algo que fluye sin un comienzo definido.
De cerca la muda suena. Por dentro está llena de voz.
Era un ritual extraño cumplido sobre un cauce angosto y
transparente, lento entre riberas de pasto cortado por las vacas. Una
celebración particular: cientos de azahares bajando por el agua. Los juntaba
pelando las ramas, con culpa por estar matando futuras manzanas, pero
obedeciendo a la tentación de verlos irse blanqueando la pequeña corriente.
Llenaba una bolsa y partía con mi cosecha improductiva hasta el lugar en donde
había un muelle de piedras que me permitía llegar al medio del arroyo. Ahí los
tiraba al agua todos juntos, lo más rápido posible, y salía corriendo atrás,
siguiéndolos desde la orilla hasta que me frenaba un alambrado. Podía cruzar,
eran tres líneas de alambre común y mal tensado, pero me lo impedía el miedo a
perros o toros.
Me quedaba parada arriba del poste hasta que los veía desaparecer.
Era extraño, creo. Cruel y dulce.
Me consolaba pensando que las manzanas silvestres no sirven para
nada. Me remordía pensando que podrían haber sido el alimento de algún pájaro.
Así el camino de vuelta: Hice bien hice mal, hice bien hice mal.
Comentarios
Publicar un comentario