OCHO: 6 DE FEBRERO. LLEGA A LA CASA CON LA ABUELA. CONOCE A SELENE. LE IMPRESIONAN LOS OJOS AMARILLOS Y EL CARÁCTER DE LA CHICA. COMEN Y HABLAN.

 

Cruzamos todo el centro de Arequipa hasta la casa, que era grande y blanca. Selene me pareció baja y lo primero que ví fueron sus ojos amarillos. Hablaba todo el tiempo, tanto que no pude escucharla.

 

En el camino la Abuela había comprado un pollo. Mientras lo cocinaba Selene me llevó al cuartito donde íbamos a dormir, me dijo que era bailarina, que hacía mucho tiempo no ensayaba porque imaginaba que tenía un niño adentro y temía que se le rompiese.

 

—Entiendo, yo sé que no es real. —decía —Pero igual es difícil mover-me pensando que podría morirse por mi culpa, además se niega a crecer y de esa forma no puedo expulsarlo.

 

Después de que me mostró todo bajamos a la sala y comimos, la mesa era abundante. Lavamos y secamos los platos y ellas se fueron a dormir la siesta. No sé por qué no dije nada, les hice algunas preguntas sobre el lugar, les agradecí mucho y nada más. Ojala yo tuviera un niño tan portátil que pudiera viajar conmigo adonde fuese.

 

En el patio había un poco de sol y algunos lugares de sombra para estar sin acalorarse. Fui al baño y me quedé un rato bajo el agua fría, para que me despertara y para enjuagar la tierra del camino. Después volví afuera, al sol que ya bajaba y ponía dorado el aire. De pronto me sorprendió la mano de Selene en la espalda. Era turbador el contacto, era como si yo misma me hubiese tocado desde atrás.

 

—¡No te asustes, Marina! ¿Tienes sed? —Me sentía amarilla bajo su mirada, traía un vaso con jugo.

 

—Sí. Gracias, qué rico… ¿Qué es esto?

—Jugo de mango.

 

—Es muy rico. ¿Cuántos años tenés vos?

—Diecinueve ¿y tú?

 

—Veintinueve.

 

No sabía qué decirle y me quedé mirándola. Ella soportó el silencio un rato y después me preguntó:

 

—¿Has descansado? 

—Sí, un poco ¿y vos?

 

—También, aunque no mucho, hace tiempo que no puedo dejar de pensar, no encuentro la solución, tal vez lo mejor sea tener este niño realmente.

 

—¿Estás muy apurada?

 

—Lo quiero parir y a la vez tengo miedo de que se me vaya. —Tal vez no haya apuro, sos muy joven todavía.

 

—¿Y tú por qué te fuiste de tu país? 

—No lo sé, necesito moverme.

 

—Y yo estar quieta...

 

Nos dábamos respuestas simétricas pero yo quería decirle algo importante, algo que justificara los diez años que le llevaba.

 

—¿Sabés? Cuando yo tenía tu edad pensaba que si me quedaba miran-do fijo un guindo en primavera iba a ver cómo se abría alguna flor. Me pasaba horas mirando los botoncitos blancos y nunca veía nada. Después volvía a pasar por ahí y descubría muchas flores nuevas, pero nunca se abrían adelante mío. No se... quería decirte algo que te ayudara, pero en realidad yo misma no lo entiendo.

 

Nunca voy a olvidar cómo me miró, como si ella sí entendiera. Cerró los ojos y se puso a cantar.

 

Hijo de pan, calladito, quiera de pronto llorar

 

que cuando llore el de carne yo lo sabré consolar.

 

Cuando se apagó su voz quedó como dormida. En el centro del patio había un jazmín enorme, el perfume se movía como si tuviera cuerpo.

 

Me acerqué más a ella, parecía una niña que adentro tuviera otra niña. Después llegó la abuela con más jugo y se sentó con nosotras: la mayor de este juego de muñecas rusas.

Comentarios