DOCE: 6 DE FEBRERO. LAS ESPERA PENSANDO EN SUS TEMORES. DESPUÉS CONVERSA CON SELENE SOBRE SU CIUDAD Y SOBRE PERSONAS Y ANIMALES.

 

Cuando llegaron yo seguía sentada en el patio, casi muerta de miedo, sin motivos reales pero con el corazón acelerado. Había pasado muchas noches afuera, seguramente corriendo peligros verdaderos, pero mi terror era el encierro. El encierro solitario. Selene también tenía mala cara, esperó a que se fuera la abuela para decirme que no le gustaban las procesiones ni las velas ni esa gente. Dijo que los veía como a un rebaño sucio y apelmazado. Se sentó conmigo, a oscuras, en el patio.

 

—¿No has prendido las luces? Disculpa, me olvidé decirte que la Abuela corta la corriente principal cada vez que salimos.

 

De todas formas nos quedamos sentadas sin decir nada, sentí que entre las dos el silencio no pesaba. Le pasé el brazo por encima del hombro y le acaricié el pelo con una dulzura que yo nunca había sentido, como si fuera una hermana menor, como si fuera yo misma y pudiera acariciarme. No sé por qué desde que la vi me sentí tan cerca de ella. No sabía aún explicarme en qué sentido, era raro, no teníamos nada en común, ella era una peruana de diecinueve años que yo recién conocía, un poco loca, con un niño imaginario. Ni siquiera sabía si era de verdad bailarina.

 

—Ya es hora de dormir... ¿mañana tu qué haces?

 

—Todavía no sé, tengo que pensarlo, pero no tengo sueño. Vos: ¿tenés que levantarte temprano?

 

—Sí, siempre me levanto temprano, pero ahora no sé, la Abuela dice que ya tengo que decidir si me caso o no. Ella sabe que sí quiero, pero insiste en que me tome más tiempo, dice que soy demasiado joven. Si me caso todo va a cambiar, no podría vivir con ella. Tendría que irme de Arequipa.

 

—Pero no podés vivir toda la vida con la Abuela. Digo… ella ya es grande. Tenés que pensar en el futuro.

 

—Si, lo sé. Debería estudiar inglés, ¿no crees? —pareció irónica—. Acá hay muchas agencias de turismo... vienen tantos extranjeros... Sabes, yo no quiero hacer eso toda la vida, a mí me gusta la danza.

 

—En mi ciudad también hay muchas agencias de turismo. Yo trabajé un tiempo en una, y en una chocolatería también, acá no hay, te gustarían si las vieras.

 

—¿Solo venden chocolate? ¿Nada más que chocolate? 

—Sí, y debe ser el más rico del mundo.

 

—¿Y la gente come sólo chocolates? ¿Nada más que chocolates? ¿Qué clase de gente se alimenta sólo de chocolates?

 

—Es la especialidad de mi zona, no quiere decir que coman sólo eso. ¿Te reís de mí?

 

—No, es que parece demasiado lujo, demasiado dulce, no se. Yo quiero quedarme aquí, este lugar es hermoso, Marina.

 

—Si, es bueno este lugar, el mío también, sólo que ahí todo es nuevo. Esa es la diferencia, acá se notan los años, ahí todo es nuevo.

 

—Bueno, pues las dos somos de la cordillera, pero a mí me gusta lo viejo. Me quedo con mi abuela y mi niño, para cuando decida nacer.

 

—Claro, pero si algún día querés conocer me avisás.

 

—Oye, Marina —cambió el tema y el tono de voz como una nena que pasa rápidamente de un cuento a otro—. Si en algún lugar de ti eres un animal: ¿cuál crees que eres? Yo pienso que la gente, cada uno tiene un animal adentro suyo. Yo soy leona o gata, por los ojos.

 

—No sé, puede ser que yo también sea uno de cuatro patas, un animal doméstico, yegua o perra, pero lo que quisiera es ser pájaro.

 

—Eso está bien, imagínate alguien que quiera ser abeja u hormiga... Qué raro, que fea persona una hormiga.

 

Hablaba como una nena y yo la trataba como a una nena, pero tal vez no era tan ingenuo eso de los animales, los únicos que puedo desear tienen viviendas: una yegua en su establo, una perra en su cucha, o, nunca voy a decírselo, una abeja amarilla en su panal.

 

—Ahora sí es hora de que nos vayamos a dormir, así mañana, si podés, me mostrás un poco de la ciudad.

 

—Bueno... tú sube que voy en un momento, luego de lavarme.

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