DIEZ: 6 DE FEBRERO. DESPUÉS DEL ATARDECER HAY UNA PROCESIÓN. LA ABUELA LA INVITA A IR. ELLA NO QUIERE. SE QUEDA ESPERANDO EN LA CASA. RECUERDA EL SUEÑO DONDE ES OBLIGADA A COMER CARNE.

 

No sé cuánto estuvimos ahí sentadas. Parecía que meditábamos. Después fui con Selene al cuartito, hasta que la Abuela nos dijo que era hora de cambiarnos. En apenas una tarde ya me estaba tratando como a una nieta más, o al menos nos trataba a Selene y a mí en plural y eso me hacía sentir un poco pariente de ellas. Le pregunté por qué y me respondió que era importante.

 

—¿Es por la fiesta de la Candelaria?

 

—No, hija, eso ya terminó, esto es una procesión. Debes estar limpia y bien vestida para acompañarnos.

 

Le agradecí pero me excusé diciéndole que estaba muy cansada, no sabía cómo explicarle que no conocía los rituales.

 

—¿Le es mucha molestia si me quedo? No quisiera salir más por hoy. —Esta es tu casa ahora, haz lo que desees, pero otro día sí me gustaríaque nos acompañes.

 

Salieron las dos con un pañuelo en la cabeza atado bajo el mentón. Parecían de otro tiempo, o de un tiempo ajeno al mío. Yo pensé en dibujar, pensaba hacer la escena de las tres sentadas en el patio como una primer página o portada cuando me di cuenta de que no había luz. Tenía proyectado un diario de viaje con fotos y dibujos, nada más, sin palabras y, si tenía suerte, venderlo a la vuelta. No sabía quién podía comprarlo, me parecía original. Podía ser para alguna organización o secretaría que necesitara temas latinoamericanos, pero así a oscuras pensé que no tenía sentido. Creo que no sabía bien lo que quería, no me preocupaba tanto no poder empezar con los dibujos: lo que tenía era miedo.

No había ruidos pero temía que se produjera alguno y me sobresaltara. Tenía miedo por el miedo que iba a tener. Tenía miedo de enfrentar la tarde sola en un espacio cerrado.

 

No sabía qué hacer, todo estaba en sombras, el perfume del jazmín parecía haberse caído al piso y los contornos de las plantas eran apenas más grises que el aire. Abrí la puerta de calle y vi pasar fantasmas: gente oscura en la oscuridad. Todos sostenían una vela con la derecha y con la izquierda la protegían del viento. Caminaban despacio con su mano en la vela y su otra mano amparando la llama. Parecía una procesión de Goya. El aire se puso helado. No sabía que me asustaba más, si cerrar la puerta y quedarme sola o estar sola en medio de toda esa gente lenta.

 

Me quedé en el umbral hasta que todos pasaron, no podía hacer otra cosa que esperarlas, me hubiera sido más fácil dormir en una plaza que en ese sitio. Si mi vida fuera diferente, en ese momento —y también en este— estaría preparando la cena para mi esposo y varios hijos, no la conocería a Selene, no la conocería a la Abuela, pero estaría viendo las caras nuevas que yo misma hubiera hecho para el mundo. Para el mundo dos tres o cuatro niños, cuatro seis ocho brazos nuevos.

 

Cuando terminó de pasar el último peregrino y en la calle sólo quedó viento frío, muy despacio, como si al no hacer ruido evitara algún peligro, entré a esperarlas en el patio. El aire conservaba algo de tibieza ahí. Me senté en el banco de piedra donde habíamos estado las tres y me acordé del sueño que tuve antes de salir y que, en distintas versiones, se me presentó durante todo el viaje. En el sueño estoy en una casa muy grande de campo, lujosa. Hay un asado hecho con la carne de dos o tres muertos recientes, no hay que desperdiciar me dicen, total ya están muertos, parece que vos no entendés eso todavía. Una mujer hermosa trae una ensaladera con arroz y cubitos cocidos de esa misma carne, aprovecho y los separo al costado de mi plato pero alguien insiste en obligarme a comerlos, no sé como rechazar mi responsabilidad de terminar la comida y pruebo uno, ya vas entendiendo, me dice.

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