DIECISIETE: MIÉRCOLES A LA NOCHE. TRAZA PARALELOS ENTRE HOSPITAL Y SANTUARIO. SE SIENTE ATACADO. BUSCA UN MODO DE DEFENDERSE.

 

Esto nos vuelve homogéneos: cada vez me siento más parecido a la muda y menos cercano al tipo del termo.

Esto es un hospital, evidentemente. Nada desintegra ni desanima más a una persona.

 

Todo está hecho: lo mínimo indispensable. Todo está dado: lo mínimo indispensable.

 

Esto es un hospital, evidentemente, porque es uno de los últimos lugares adonde es lícito pedir santuario.

 

Un hospital está siempre dotado de un cuerpo médico—enfermero. Todavía no vi ningún médico, ningún enfermero, ningún enfermo en realidad, por eso aún no sé cuál es ese cuerpo que me corresponde, ese que vino a salvarme. Pero sé que es uno múltiple y poderoso. Uno con brazos armados de jeringas, bisturís y palanganas, dispuesto contra mi cuerpo pequeño que, internado, absorbe enfermedad.

 

Me siento desintegrado, desanimado.

 

Tal vez mi alternativa no sea luchar en este cuerpo a cuerpo, sino buscar la fisura, la rendija posible (como el vientre de la muda) por donde escaparme y salir lo antes posible, aceptando llevar conmigo un corte, unos puntos, unas marcas de esta desigual lucha.

 

La muda, tendida boca arriba, se va tocando con el pulgar la punta de cada uno de sus dedos. Su regularidad me integra, me anima.

 

Cientos de ratones de chocolate, inmóviles, rodeaban mi casa. Con la luz fría del alba los vi y creí que había llegado la pascua, el día final de la resurrección.

 

Oscuros unos, con leche otros, no daban asco ni miedo ni enfermedad.

No es que me corresponda comer ratones de pascua: no a mi edad ni en mi condición, pero temí que al levantarse el día se deshicieran.

 

Miré hacia arriba, hacia las copas de los árboles grises, pelados y brillantes. Cipreses de color hueso atormentado: así como la lluvia es parte de la historia, el aire sólo existe detrás de estos vidrios sellados. Cuando salga el sol maligno mis dulces ratones se convertirán en manchas.

 

Prolijas. Ovaladas. Equidistantes manchas.

 

No quiero vivir siempre a salvo y sin morder, pero no hay modo de salir. Puedo guardar —sólo puedo guardar en mi memoria— el recuerdo de sus lomos lustrosos que ahora veo, de sus hociquitos marrones apuntando todos hacia mí.

 

¿Quién habrá sido?

 

¿Quién pudo andar sin daño afuera?

 

¿Quién fue el que quiso dejar un regalo tan bello como inútil alrededor de mi casa?

Comentarios