DIECINUEVE: MIÉRCOLES A LA NOCHE. QUIERE ENTENDER EL SENTIDO DE LAS COSAS. PIENSA EN SUS DEFICIENCIAS Y EN LAS DE LA MUDA. VIENE UNA ENFERMERA DIFERENTE Y LOS REVISA A AMBOS. TIENE EL RECUERDO DE UN MONO Y UNA NIÑA.

 

Hace cuatro días que estoy acá, adquiriendo memoria. No puedo recuperar la anterior y voy y vuelvo entre la necesidad de recordar y la de empezar de cero sin nombre ni edad.

 

Es obvio que cualquier persona va por una senda intermedia, recuerda lo que quiere, como quiere, cuando puede.

 

De alguna manera yo también: recuerdo el lenguaje, la escritura, la idea y el sentido de las cosas. El sentido convencional de las cosas, el de uso común: termo, mate, tipo de verde, Boca Juniors, etc. No hay grandes conceptos que se desprendan de ahí. Aún si para él significan una cosa y para mí otra, aún así, bajo la palabra termo ambos evocaremos un termo, algo que mantiene la temperatura, más o menos treinta centímetros. Y más, pensaremos probablemente en mates y no en sopa caliente como pensaría un obrero inglés de la revolución industrial.

 

Es evidente, tan evidente que ni tiene sentido mencionarlo, yo no hablo de eso, nadie habla de eso, es obvio, para qué.

 

Y hay más, mucho más, cosas sin palabras, infinitamente mínimas, inclasificables, algo en los ojos, las manos así, la cabeza ahí al estar sentado, cosas pequeñísimas que tienen el mismo efecto que la palabra termo. Ahora acá dicen esto; antes allá decían eso otro. Pero ninguna palabra me evoca a mí mismo: soy en los grandes rasgos, soy en lo general.

 

¿Qué nos falta a la muda y a mí? ¿La pata de un gen? ¿Algo imaginario? Ella parece tener menos que yo, por fuera menos que yo. Esta mañana vino la enfermera, no la del carrito de comida pero similar. Trajo cosas. Nos pesó, nos midió, nos tomó la temperatura, la presión, el pulso y nos inspeccionó detrás de las orejas: nos separó con dos dedos el cartílago y frotó con la otra mano la zanja que se hace en el nacimiento del oído. Después de cada pasada miraba y olfateaba los restos de tierra o piel que sacaba. Anotó todo, incluso la medida de los pies de la muda, que tendían a gigantes, con dedos como de mano o de mono.

 

¿Es que somos eso? ¿Somos los monos? Nos trató como si lo fuéramos, o no, no estoy en condiciones de decir cómo son tratados los monos.

 

Recordé o tuve una imagen de una niña con un vestido corto. Estaba frente a la jaula de un chimpancé, estiró su mano con un chupetín envuelto en papel azul y rojo —puedo recordar exactamente el papel azul con tiras diagonales rojas— y el chimpancé lo agarró por el palito y lo desenvolvió de una manera increíblemente delicada.

 

Eso hizo el chimpancé, eso ví en los ojos de la niña y toda la escena parecía suceder en una comunión perfecta. Pero después abrió la boca, se tragó el chupetín entero y se quedó con la mirada vacía, como si no hubiera sucedido nada.

 

Quién era esa niña, quién era su madre que ya la tironeaba hacia otras jaulas, dónde estaba yo en esa escena es algo que no puedo saber, deduzco que mi papel es siempre el mismo, el del chimpancé que se queda fijado a la dulzura en el paladar. No sé nombres ni parentesco, no sé qué año ni qué zoológico. Quedar fijado: es todo lo que puedo hacer.

 

El recuerdo llega y se va sin dejar otra cosa que angustia. La muda está sentada en la cama con cara de satisfecha como cada vez que vienen a tocarla ¿Qué animal es ella? ¿Uno inferior que vive a la espera de una caricia? ¿O uno complicadísimo que suena por el vientre y desovilla relatos para inter-locutores que nunca volverán a ovillarlos?

 

 

ALTÍSIMA BABEL

 

La torre debía ser alta y ancha. Hacia arriba las intenciones y hacia el costado los significados.

 

Cuando se dieron cuenta de que las posibilidades arquitectónicas no iban a ser suficientes para el largo de las intenciones, los ingenieros decidieron construir la torre hacia abajo, perforar la tierra y tapizar el hueco con ladrillos blanqueados hasta llegar al otro extremo y hacerla sobresalir un poco, que resultaría poco o mucho según la distancia desde la que se la observara.

Vista muy de lejos, con ojos de gigante, la tierra iba a parecer así la cuenta de un collar, perforada como para pasarle una cadenita y colgarla junto a muchas otras tierras, planetas, bolas de collar.

 

Pero lo cierto es que los ingenieros no pensaban en eso, sólo les interesaba el largo de la torre: se habían dado cuenta de que lo que hacían podía considerarse alto y no profundo si cambiaban el punto de vista.

 

Cada ladrillo no era una palabra sino la intención con la que había sido dicha. Por poner un ejemplo, “pájaro” había sonado con intención de dicha, de felicidad solemne, muy diferente al “pájaro” que había sido pronunciado con intención de dicha, casi de obscena metáfora que terminó volando.

 

Tanto “pájaro” como “pájaro” estaban formando el anillo correspondiente a un sector de buenas intenciones, aunque obviamente, el sector de buenas intenciones era mucho más amplio que la palabra pájaro.

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