CUATRO: 5 DE FEBRERO. PASA LA NOCHE EN TACNA, ESPERA A QUE SALGA SU TRANSPORTE. AL SUBIR AL CAMIÓN SE ENCUENTRA CON LA ABUELA DE SELENE.

 

Caminé mientras se iban abriendo los puestos. Las mujeres se sentaban en el centro de sus polleras, la que no vendía guisos vendía choclos, comían temprano desayunos grandes como almuerzos. Los hombres desplegaban pejerreyes del lago y nadie escapaba al código de sombreros. Salvo la mía no había una sola cabeza descubierta.

 

Con el sol fuerte del mediodía y el cansancio me acosté en la plaza como una turista más, con la mochila de almohada.

 

Soñé que estaba en un bar, con una remera blanca y la piel tostada. El pelo un poco mojado y todas las bebidas a mi disposición. No había nadie, el aire estaba fresco, suave, perfecto. Mi cuaderno de notas y mis fotos sobre la mesa. Afuera la gente pasaba desolada. Mujeres y hombres tenían la misma camisa gris, estaban rapados. En el sueño, del lado de afuera hacía un calor insoportable, lo sabía al tocar el vidrio. Me miraban. Me miraban con envidia y sin odio, ahí podía estar cómoda, a salvo del sol.

 

Me levanté, me serví jugo. Me senté, escribí. Me levanté, fui al baño, me serví hielo, me senté. Todo lo que necesitaba estaba a mi disposición: me sentía atrapada. Fui hasta la puerta, era de doble hoja, de calidad. La empujé para salir pero estaba sellada. Los ventiladores de techo difundían el aire perfecto, empujé más fuerte y nada, reboté yo pero las hojas ni se movieron.

 

Dos o tres cabeza—rapada pegaron la nariz al vidrio y me hicieron ges-tos que no supe si eran buenos o malos. Reboté una vez más contra la puerta, intenté con las ventanas pero no hubo modo. Estaba condenada al bienestar solitario mientras los que parecían expulsados de un asilo caminaban por la calle.

Me desperté mojada. Habían retirado los fuegos de la plaza y todos estaban delante de los puestos fríos. Pregunté la hora y no sabían. Deben ser... Pues serán las...

 

El sol había cruzado el mediodía y era tiempo, posiblemente, de ir a ocupar mi lugar en el camión. Tomé jugo, no conseguía tener hambre: las frutas parecían demasiado perfectas y el pan sucio. Decidí ir a Arequipa, porque sí, porque conocía el nombre de la ciudad y el puentecito escondido de algún vals.

 

Cuando llegué al camión estaba lleno, igual de silencioso pero completo de mujeres. No sabía si se viajaba separando los sexos o si era una casualidad. Yo tenía ganas de hablar pero no me animaba, temía encontrar la misma negativa del idioma en cada chola sentada.

 

Mientras trataba de ubicarme vi a una anciana que me decía hola y ten-día la mano haciéndome un espacio a su lado.

 

—¿Quieres sentarte aquí?

 

Se la agarré y me dio confianza. Se la agarré amorosamente, casi desesperada, como si hubiera encontrado un diccionario, un vaso de agua en un desierto de voz quechua. No se por qué el contacto de su mano me hizo subir un nudo a la garganta y me senté, retrocediendo hasta apoyarme contra las maderas de la caja. No dijo nada pero no me soltó. Fue la primera vez que agradecí el silencio. Apoyó su otra mano en mi hombro y se me aflojó el cuerpo. Después desdobló una manta gruesa y clara sobre mis piernas y sacó del bolso un sándwich inmaculado:

 

—Es bueno que comas, te he visto dormir en la plaza y sé que el calor cierra el apetito, pero a la noche hará frío. Es queso de cabra.

 

Parecía hablar desde un lugar antiguo, con el sonido preciso de Castilla que las demás descartaban.

 

—¿Cómo te llamas? —Marina.

 

—Precioso nombre, como tus ojos. 

—¿Y usted?

 

—Yo estaba de viaje aquí en Tacna, pero soy de Puno y ahora vivo en Arequipa, vine por trámites y ya terminé. Tengo una nieta, Selene, me vuelvo con ella, que es como mi niña. ¿Sabes? en este momento ella debe tomar una decisión y sufre. Puedes llamarme abuela: soy la abuela de Selene. Te he visto toda la tarde y tu pareces sola. Yo antes de llegar quiero hablar y pensar. Tal vez puedas ayudarme: ven conmigo, tenemos una casa grande.

No tenía nada mejor que hacer. Pensé en una mesa bien servida con un florero en el centro, en un colchón limpio.

Le agradecí sintiendo que se me abría una puerta, al menos que tenía una dirección, un motivo. Acompañar a una abuela, conocer a su nieta, me parecían cosas interesantes. Al menos era más que nada.

 

—Muchas gracias, señora. La acompaño.

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